Homenaje a las leyendas del vallenato: Aníbal, Calixto, Alfredo y Lisandro

Homenaje a las leyendas del vallenato: Aníbal, Calixto, Alfredo y Lisandro

Petrit Baquero * / Especial para El Espectador

Óyeme, Pedrito, vamos a bailar donde Alicia, la flaca que tiene buen vaivén, La vamos a mover, porque es puro esqueleto La quiero estremecer ¡La quiero estremecer! ¡La quiero estremecer!

Aníbal Velásquez era el chacho, el recherché, el papá de los pollitos, es decir, el man que andaba revolucionándolo todo en la música costeña con su acordeón, su velocidad para la digitación, sus arreglos modernos y su sinigual estilo en la tarima. Por eso, el pueblo lo convirtió rápidamente en el rey del Carnaval de Barranquilla, el ídolo de las verbenas novembrinas cartageneras y la gran figura de las festividades de tantos otros lugares de la costa del Caribe colombiano.

Total, Velásquez ya estaba acostumbrado a eso, pues desde muy joven se había lucido demostrando que al acordeón se le podían sacar sonidos diferentes, con ritmos nuevos y tumbaos modernos que se nutrían de lo que hacían las ya para ese entonces legendarias agrupaciones caribeñas de “Cortijo y su Combo”, “La Sonora Matancera”, la “Riverside” de Tito Gómez y la banda merenguera de Johnny Ventura, entre otras. Con Anibal, la música costeña colombiana jamás volvería a ser la misma, pues si bien, desde los años cuarenta, toda esa onda elegante de Lucho Bermúdez y Pacho Galán había pegado mucho en los grandes salones de los más encumbrados hoteles de Barranquilla, Bogotá, Medellín y Cali; en ese momento, ya en los rebeldes años sesenta, el swing y la bacanería eran otra cosa.

Es que Velásquez presentó con contundencia una música del pueblo y para el pueblo, pero siempre con el viaje contemporáneo y cosmopolita de los sonidos urbanos que en Barranquilla mandaban la parada, por lo que no fue raro que se metiera, a su manera, con las guarachas y las bombas que venían de Cuba y Puerto Rico, respectivamente, y con la pachanga y despuesito el boogaloo, ambos venidos (por lo menos en sus facetas más comerciales) de Nueva York y con gran impacto en los bailaderos y picós de toda la costa. Y, claro, Anibal también incorporó el influjo constante de orquestas venezolanas, como la “Billos Caracas Boys” y “Los Melódicos”, las cuales habían adaptado a su manera la cumbia y el porro colombianos para meter un viaje diferente que estaba calando profundamente en la juventud de todas las clases sociales.

Aníbal nació el 3 el junio de 1936 en el barrio San Francisco (conocido popularmente como “San Pacho”) de Barranquilla, aunque fue criado en el popularísimo barrio Rebolo, a donde llegó con 9 años. Desde muy joven empezó a tocar, primero la dulzaina con la que imitaba los sonidos de las canciones de Guillermo Buitrago y Julio Bovea, y luego el acordeón de su hermano Juan, quien amenizaba las serenatas del barrio y, al ver el entusiasmo de su hermano menor, decidió instruirlo poco a poco. A la vez, siempre despierto y curioso, se nutrió de las notas que en la zona noroccidental del “Magdalena grande” sacaban personajes que después se tornarían legendarios y que, interpretando las composiciones de Leandro Díaz, Rafael Escalona y Luis Enrique Martínez, así como canciones propias, empezaron a sentirse en algunas presentaciones y emisoras que llegaban a Barranquilla, como fueros los casos de Alejandro Durán, Juancho Polo Valencia, Abel Antonio Villa y Pacho Rada, entre otros. Estos personajes sonaban en los barrios, aunque vale decir que marginalmente, pues lo que realmente pegaba en la “arenosa”, una ciudad puramente caribeña, abierta y desparpajada por su misma configuración de gran puerto y emporio comercial, eran los ritmos más en boga que venían de Cuba, Puerto Rico, República Dominicana y, por supuesto, Nueva York, la gran meca cultural a la que muchos de los grandes músicos del mundo llegaban para quedarse.

Todo eso se mezclaba con la cumbia, el porro, el chandé, el paseo, el fandango, la chalupa y tantos otros ritmos cultivados y popularizados por cantaoras y juglares venidos de diferentes lugares de la costa Caribe, como Emilia Herrera, “La Niña Emilia”; el sanjacintero Andrés Landero o su coterráneo del barrio Rebolo Napoleón Pinedo Fedullo, conocido años después como “Nelson Pinedo”. Mejor dicho, Barranquilla, digan lo que digan (y yo sé de lo que hablo), era el lugar en el que estaba la movida musical más rica, diversa y moderna del país, la cual Anibal empezó a capitanear para todo ese bacanísimo viaje, razón por la cual lo empezaron a denominar “El Rey de la guaracha”, “El Bárbaro del acordeón” y “Sensación Velásquez”, entre muchos otros motes.

Aníbal asegura tener miles de canciones escritas en libretas esperando ser grabadas.

Aníbal asegura tener miles de canciones escritas en libretas esperando ser grabadas.

Foto: Aníbal V.

Cuando llegan las horas de la tarde que me encuentro tan solo y muy lejos de ti… Me provoca volve’ a los guayabales de aquellos sabanales donde te conocí…

Todo esto, si bien causaba algarabía en la población, no alegraba a todo el mundo, pues el cartagenero Antonio “Toño” Fuentes, fundador, dueño y director de la legendaria casa discográfica Fuentes, andaba, como decían en el barrio, “cabezón”, pues no sabía de qué manera podría competirle al barranquillero rebolero, quien sacaba cada rato poderosas canciones que se volvían rápidamente “hits” en las emisoras y los barrios populares de la ciudad y de ahí al resto de la costa. Además, pasaba que Velásquez, siempre rebelde y orgulloso, no había firmado con Fuentes, sino con otras compañías —varias de estas desconocidas y medio piratongas—, como EvaMajesticTropicalAtlanticÉxitoDurísimoCarrizal…, con las que impulsó una verdadera revolución musical. Y como “Toño” no había sido parte de todo esto y su música, es decir, la que grababa Discos Fuentes, parecía sonar vieja, anacrónica, lenta y pasada de moda, había que hacer algo para revertir la situación. Pero había el inconveniente de que él y los trabajadores de su empresa no hallaban qué inventarse, pues no había otro gallo que pudiera competirle a ese hombre que con pantalones bota campana, camisa de colores vivos y sombrero vaquero estaba arrasando con todo.

Sin embargo, el que busca encuentra y dicha pesquisa comenzó a dar resultado, pues Calixto Ochoa, un joven compositor y acordeonero, ya famoso en varios lugares de la costa y reconocido como un virtuoso que, además de tocar el acordeón, los arreglaba, le dijo un día de 1961 al propio Fuentes:

– Viejo Toño; yo sé quién los puede sacar de ese atolladero, pues no solo igualarán a Anibal, sino que, incluso, lo van a superar. Mejor dicho, ¡les tengo el gallo para esa gallera!

Esa afirmación generó incredulidad, a pesar de que provenía de Calixto Ochoa, quien no era, para nada, un pintado en la pared, ya que, nacido en Valencia de Jesús, un corregimiento de Valledupar, el 14 de agosto, de 1934, era quien desde hacía pocos años mandaba la parada en varias poblaciones con composiciones que dejaban ver un gran eclecticismo en el que había influencias de toda la música del Caribe, además de la ranchera y los corridos mexicanos, y algunas cosas más que, con el tiempo, le sacaron versiones en muchos lugares del mundo al punto que varios llegaron a pensar que sus contundentes, pegajosas y buenísimas canciones (entre las que están “Los Sabanales”, “El Africano”, “Charanga campesina”, “Diana”, “Lirio Rojo”, “La Plata”, “Playas Marinas”, “El pirulino”, “Todo es para ti”…) provenían de allí. Pero no, esas obras eran de Calixto, “El Viejo Cali”, como lo llamaban muchos, quien con los años se terminaría de consolidar, no solo como un cantante y gran intérprete del acordeón, sino como un prodigioso compositor, sin duda, uno de los mejores y más prolíficos del país.

Así que la competencia musical estaba bien tesa, pues se trataba de imponerse estéticamente en tiempos en que el público esperaba sorprenderse con lo nuevo que salía al mercado, ya que, así se guardara gran respeto por la tradición y el folclor, también se esperaba que se trajeran cosas nuevas, contemporáneas y modernas. “Toño” Fuentes, quien tenía ojo y, sobre todo, oído agudo para saber lo que podría pegar y lo que no, escuchó a Ochoa con atención, pues este, a pesar de saberse un acordeonero de gran calidad, estaba deslumbrado con un joven oriundo de Los Palmitos (Sucre) que un día había llegado a su casa para mandar arreglar uno de sus acordeones, y que, al demostrar su creatividad, virtuosismo y carisma, terminó viviendo una temporada en su casa, quedando en evidencia que se trataba de uno de esos genios irrepetibles de la música, a quien valía la pena promover, respaldar y, por supuesto, entregarle canciones para que las interpretara como quisiera.

Vamos, mi amorcito, que te llevaré al decimoquinto festival en Guararé…

Ese joven era el genial Alfredo de Jesús Gutiérrez Vital, o simplemente Alfredo Gutiérrez, quien, nacido el 17 de abril de 1943, poco tiempo después sería conocido como el “Rebelde del acordeón”, por su manera original, virtuosa y vistosa de tocar; sus innovadores tumbaos, su capacidad armónica y melódica, y, que no se olvide, su aguda, reconocible y muy afinada voz.

Cuando Fuentes conoció a Gutiérrez, supo que por fin había conseguido el arma con la que podría competirle a Velásquez, pero, para curarse en salud e ir a la guerra con todos los fierros (es un decir, claro), convocó también a varios de los mejores, reconocidos y más carismáticos músicos de las sabanas de Sucre, Córdoba y Bolívar, así como de ciudades como Sincelejo, Montería, Barranquilla, Cartagena y alrededores, muchos de los cuales eran verdaderos “showman”, entre los que se encontraban César Castro, José Francisco “Chico” Cervantes, Eliseo Herrera, conocido como “El Rey del trabalenguas”; Armando Hernández, Carmelo Barraza, Daniel Montes, Julio Erazo, Luis Pérez Cedrón, conocido como “Lucho Argaín”, y el mismo Calixto Ochoa, además de Blas “Michi” Sarmiento como arreglista, conformando “Los Corraleros de Majagual”, una agrupación que causó sensación en todos los lugares donde se presentó y que, sin duda, representó una nueva revolución musical, si se quiere, más pueblerina y sabanera que la de Velásquez, pero igualmente ecléctica, moderna y cosmopolita.

Con esto, Fuentes logró su cometido, pues la nueva agrupación comenzó a mandar la parada en mucha de la música que se oía, no solo en la costa Caribe, sino también en el resto del país, con un estilo moderno que fusionaba parte de la música costeña local con sonoridades de otros lugares del mundo, para algunos simplificando lo que ya había, pero para otros poniéndola a tono con lo que se oía, bailaba y gozaba en distintos lugares del mundo. De esta manera, “Los Corraleros” pudieron ser una alternativa colombiana a lo que presentaban orquestas como la “Billos” y “Los Melódicos” de Venezuela y, por supuesto, a los sonidos que desde Nueva York, Puerto Rico y República Dominicana llegaban con fuerza, además, con las novedades que llamaban la atención de una juventud popular que, imbuida por un contexto de los cambios sociales, políticos y culturales de los años sesenta, quería vivir su propia revolución, así fuera solamente con la música que, de todas formas, siempre fue la banda sonora de los tiempos que corrían y que, por lo menos hasta hace poco tiempo, era un fin en sí mismo y no solo un medio para conseguir otras cosas.

Ayyy, se oye cantar en el campo una paloma guarumera.

Para el campo para el campo la paloma ya se fue Para el campo para el campo la paloma ya se fue

De pronto se va volando, de pronto se va volando dejándome a mí una pena.

“Los Corraleros de Majagual” cumplieron el objetivo primordial de ser una propuesta poderosa, pero con mucha más diversidad que la que mostraba Anibal Velásquez, por cuenta de la pléyade de artistas que la conformaban. Este, por supuesto, sintió el fuerte golpe que se le asestó al ver que, pese a su gran capacidad, se había encontrado con una durísima competencia que lo estaba poniendo en el segundo lugar de popularidad, y eso, para quien estaba acostumbrado a mandar la parada era una cosa grave. Eso sí, Velásquez, que no era ningún tonto, supo también observar que esa rivalidad, sobre todo con Alfredo Gutiérrez, a la vez lo beneficiaría, pues las casas discográficas, las emisoras y, sobre todo, la gente con su “radio bemba” callejera, empezarían a hablar de una supuesta enemistad que podría despertar mayor interés para verlos en acción, ya fuera en conciertos mano a mano y presentaciones en distintos escenarios, despertando el morbo de especular sobre lo que ocurriría si Gutiérrez y Velásquez, es decir, los “capitanes de la mandinga” del momento, se encontraban. Y esa rivalidad duró varios años, pues Velásquez sacó en 1975 el tema “La contundencia”, un agresivo ataque a Gutiérrez, quien rápidamente ripostó con el tema “Respuesta pa´ Anibal”, aunque me estoy adelantando.

Alfredo Gutiérrez fue el homenajeado durante el Festival Centro 2023.

Alfredo Gutiérrez fue el homenajeado durante el Festival Centro 2023.

Foto: Cortesía

Total, el gran Alfredo Gutiérrez fue siempre un rival de peso para cualquiera, ya que marcaba la diferencia por su brillante y aguda voz; sus locuras en el escenario, una forma de tocar el acordeón virtuosa y tan acelerada, si quería, como la Velásquez, y un repertorio cada vez más amplio, pues todo lo que grabó con su grupo se convirtió en éxito y, rápidamente, en un clásico inolvidable de la música en Colombia. Por eso, “Los Corraleros de Majagual” que, por cierto, no eran del barrio Majagual de Sincelejo, sino bautizados así porque, según dicen varios textos, a “Toño” Fuentes le recordaban a un grupo llamado “Los Corraleros de Astillón”, que sí eran de Majagual y tocaban en las corralejas que se hacían en varios pueblos de la costa Caribe colombiana (aunque, según Fausto Pérez Villarreal en su biografía sobre Anibal Velásquez, Calixto, Alfredo y César Castro sí vivían cerca de allí); fueron ídolos no solo en Colombia, sino también en Venezuela, Panamá, Ecuador, Perú, México y la colonia latinoamericana de Estados Unidos a donde empezaron a compartir cartel con luminarias como Rafael Cortijo, Tito Puente, “La Sonora Matancera” y la “Billos”, entre otras. En ese camino, dejaron grandes éxitos como “Festival en Guararé”, “La paloma guarumera”, “La adivinanza” y “El pájaro picón”, que aún se bailan en las fiestas colombianas, sobre todo en diciembre.

Pero, como la pelea era peleando, Aníbal Velásquez seguía al pie del cañón, pues, a pesar de no contar con el respaldo de la poderosísima Discos Fuentes, continuó sacando poderosas canciones como “La muerte de Anibal”, “Déjala que sufra”, “Dominique” y “Mambo loco”, las cuales, casi 60 años después, se siguen bailando, gozando, cantando y bebiendo en muchas partes de Colombia.

Entre todo esto, “Toño” Fuentes se miraba satisfecho, pues comprobó una vez más que su capacidad para encontrar el talento que, en varios lugares de Colombia, sale silvestre, pero que otros ignoraban, le había permitido encumbrarse como el dueño de la casa discográfica más importante del país, con ramificaciones en América Latina y un catálogo de artistas que hoy en día es seguido, investigado y venerado por melómanos de muchos lugares del mundo. De hecho, en ese empeño por ampliar sus posibilidades y campos de acción, Fuentes había trasladado su compañía a Medellín en 1960, en ese entonces el emporio industrial más dinámico del país en el que también surgieron compañías discográficas como SonoluxVictoria y Codiscos, entre otras, quienes, siguiendo las pautas marcadas por la antigua compañía cartagenera, intentaban hacerse a un lugar en el repertorio de la música bailable que, acorde con los tiempos que se vivían, demandaba cada vez más nuevas formas de tocar, crear e interpretar.

Anhelos tengo de verte vida mía, anhelos de sentirte cerca de mí, anhelos de besarte noche y día y es que mi amor solo existe para ti… Tú fuiste la ilusión de un hombre joven sin experiencia en las reglas del amor que como un tonto cayó bajo tus redes tendidas con engaño y con traición

Sin embargo, como dice otro poeta popular, nadie —ni nada— es eterno en el mundo, ya que en 1965, Fuentes recibió un tremendo golpe cuando Alfredo Gutiérrez, su artista estrella, aquel capaz de parársele de igual a igual (e incluso para algunos superar) a Aníbal Velásquez, tomó la decisión de irse de la compañía, atraído por las nuevas posibilidades artísticas y, sobre todo, la propuesta económica que la compañía Sonolux y, poco después, Codiscos, con su sello Costeño, le habían hecho para que grabara lo que quisiera y como quisiera. Y si bien Fuentes intentó retener a su artista más vendedor, Gutiérrez se marchó, pues las ofertas eran tentadoras, lo cual le permitió grabar álbumes que en los siguientes años también quedarían consolidados en la memoria colectiva colombiana, cuando se metió de frente con la música del “Magdalena grande” presentando canciones clásicas vallenatas, pero con su estilo bien particular, así como otras nuevas, compuestas por él y otros creadores, incluyendo a su amigo y mentor, el gran Calixto Ochoa, como lo fueron “Matilde Lina”, “Los novios”, “Anhelos”, “Ojos indios”, “Cabellos cortos”, “Corazón de acero”, “La Negra”, “Ay, Elena” y “Manantial del alma”, entre muchas más.

Ante esto, Toño no se quedó quieto, pues, al saber que no podría retener a su artista insignia, se puso a averiguar quién podría calzar los zapatos de Alfredo y seguir jalonando la máquina de éxitos (y “gallina de los huevos de oro”) que había constituido poco tiempo antes. Obviamente, esa búsqueda no era fácil y Aníbal Velásquez, quien tenía vuelo propio, no estaba, por obvias razones, en la carpeta de posibilidades. Así que, otra vez buscando, encontró la respuesta a su búsqueda (y a sus súplicas) cuando varios de los músicos que iban a grabar constantemente en sus estudios del barrio Guayabal de Medellín, le hicieron recordar a un joven que, según decían, era tan bueno como Gutiérrez y que, además, era un viejo conocido, pues había producido con Fuentes el tema “El Saludo” a finales de los años cincuenta.

Si bien el veterano empresario se mostró otra vez escéptico, confirmó que le habían dicho la verdad, pues, a través de uno de sus emisarios, buscó a ese joven, quien hasta ese momento había tocado la guacharaca, desde los 14 años, con el gran Alejandro Durán, pero, sobre todo, dejado maravillados a todos los que lo conocían, porque, cuando agarraba el acordeón, mezclaba inventiva, virtuosismo, sabor, originalidad y una voz afinada, sabrosa y con una perfecta distinción, mejor dicho, el paquete completo. Esto le había permitido participar en agrupaciones como “Los Vallenatos del Magdalena” y el “Conjunto Carrizal” con el propio Aníbal Velásquez.

Le pusieron el sillón a la burrita de Eliseo

Él se puso el sombrero y se fue

a buscar su novia al monte

Tiene tiempo que no la ve

¡Mi burrita, mi burrita!

Ese joven era Lisandro Meza, oriundo de El Piñal (Sucre), nacido el 26 de septiembre de 1937, el cual ya era bastante conocido en varios lugares de la costa, y quien, ante la oferta de Fuentes para que capitaneara a “Los Corraleros de Majagual”, y sabiéndose cotizado e importante en el mundo musical, le dijo al ejecutivo que:

– Me interesa, don Antonio, muchas gracias por invitarme, aunque déjeme decirle que yo no soy un acordeonero tremendista como Alfredo Gutiérrez, pues tengo un concepto diferente del acordeón y de la música…

Fuentes, que sabía manejar los egos de los artistas, le dijo a Meza que no se preocupara, pues buscaba darle un nuevo sonido a la agrupación, ante lo cual, el acordeonero respondió que:

– Deme un par de días para hacerle la propuesta de lo que quiero y, con eso sobre la mesa, ya usted verá si la acepta o no.2

Fuentes le dio la mano y, una vez que Meza le contó su idea musical, la aprobó de inmediato, pues era consciente de que en esos tiempos —sobre todo en esos de mediados de los sesenta— los estilos, las modas y los sonidos cambiaban rápidamente, y que lo que en algún momento sonó rompedor e innovador, en poco tiempo podría sentirse arcaico, viejo y aburrido. Por eso, el viejo “Toño” le dio vía libre a Meza para que desarrollara libremente su visión musical, la cual en poco tiempo se notó en “Los Corraleros”, ya que sacó la caja vallenata e incorporó el timbal, instrumento que hacía las delicias de los bailadores que ya empezaban a bailar con brincos al compás de lo que se conocería en poco tiempo como “salsa”. A la vez, Meza incorporó el bajo eléctrico que Fuentes había traído a Colombia quitando al guitarrón mexicano que utilizaban, y se montó en los arreglos hechos por Abraham Núñez, que pusieron a bailar, no solo a Colombia, sino a varios países de América Latina, incluyendo la colonia “latina” de Estados Unidos.

Con esto, la apuesta otra vez funcionó, porque bien pronto esos cambios surtieron un poderoso efecto al pegar éxitos como “Hace un mes”, “El vampiro”, “La mafafa”, “Descarga en acordeón”, “La burrita”, “Los sabanales”, “Tres tigres”, entre otras, que dejaron en evidencia que, sin perder su esencia, esta agrupación seguiría marcando el paso de lo que sonaba en aquellos tiempos. Es que, de hecho, ya con la salsa en boga, y luego de alternar en Caracas, Panamá y Nueva York con gente como Johnny Pacheco, Ricardo Ray y Willie Colón, entre otros, Meza se atrevió a incursionar en este género grabando canciones y dos álbumes que hoy en día son objeto de culto para los coleccionistas, dejando ver —y oír— la agresividad, potencia y el sentimiento urbano-contemporáneo y rebelde de este movimiento cultural. De hecho, en esa nueva formación “corralera” empezó a llamar la atención un muy joven timbalero que, luego de ser ayudante de sus tíos, que trabajaban como ingenieros de sonido de Fuentes en Medellín, había sido incorporado por Meza a la agrupación, pues le había sentido musicalidad y bastante ritmo. Ese joven, oriundo del barrio Naranjal, nacido en Medellín el 7 de julio de 1951, se llamaba Julio Ernesto Estrada, aunque fue bautizado por el mismo Meza como “Fruko”, ya que le pareció igualitico a una muñeca que aparecía en una valla publicitaria de esa reconocida empresa de salsa de tomate (y ahí vendría otra gran historia).

Con este nuevo formato, “Los Corraleros” continuaron su camino lleno de éxitos hasta que muchos de sus integrantes originales, que eran de por sí grandes figurones, empezaron a marcharse de la agrupación para lanzar sus proyectos solistas, lo cual también ocurrió con Lisandro, quien en 1969 decidió empezar su carrera como solista (que de por sí ya había iniciado, a pesar de ser parte de la agrupación de Fuentes), la cual fue, tal vez a la par de Alfredo Gutiérrez (y con el perdón de “Fruko”, claro), la más exitosa de quienes pasaron por ahí.

Una noche de misterio estando el mundo dormido, buscando un amor perdido pasé por el cementerio, Desde el azul hemisferio, la luna su luz ponía sobre la muralla fría de la necrópolis santa en donde a los muertos canta el búho su triste elegía

De esta manera, Lisandro partió del barco de “Los Corraleros”, y si bien la agrupación tuvo una pausa en 1970 para continuar después en varios momentos (de hecho, en la actualidad sigue tocando), sus tiempos dorados terminaron. Y en ese camino en el que emprendió su viaje pleno como solista, recordando sus orígenes con Alejandro Durán, Meza participó en el segundo “Festival de la Leyenda Vallenata”, que se hizo en 1969, y en el que, a pesar de ser uno de los favoritos del público, pues era mucho más virtuoso, lujoso y contemporáneo que los que representaban a la zona del valle del cacique Upar, no ocupó un lugar destacado, pues los integrantes del jurado de aquel entonces, regionalista como siempre lo ha sido y con claras intenciones de posicionar a los que consideraba “suyos”, prefirió darle el primer puesto a Nicolás Elías “Colacho” Mendoza, un crédito local (y mis respetos para “Colacho”, claro), por encima de figuras como Andrés Landero y el propio Lisandro Meza.

Desde ese momento, a Meza empezó a llamársele “El Rey sin corona”, pues muchos consideraron que el verdadero rey de la competencia había sido él, algo que también ocurrió en 1975 cuando, alentado por las exitosas presentaciones de Alfredo Gutiérrez y Calixto Ochoa, volvió a concursar, ocupando el segundo lugar detrás de Julio de la Ossa y generando la misma inconformidad de la gente que consideraba a Meza el mejor de todos los que habían concursado. Total, es que Meza mostraba un estilo más abierto y menos limitante que el que imponía la “camisa de fuerza” que, para algunos, habían instaurado los dueños del Festival con los ritmos de paseo, son, merengue y puya (y el formato instrumental de caja, guacharaca y el acordeón). Ante esto, un tanto decepcionado, Lisandro afirmó que jamás volvería a tocar un vallenato, o lo que se había empezado a conocer como tal, lo cual afortunadamente no cumplió.

Eso sí, es claro que la vida artística y las ambiciones de Meza iban mucho más allá de las de convertirse simplemente en una figura del vallenato, como de todas formas lo fue, sino de consolidar un estilo propio en el que se abarcaran los ritmos de todo el Caribe colombiano, la música de aires jíbaros puertorriqueños, las guarachas y los sones de Cuba, las cumbias y los porros de las sabanas de Bolívar y Sucre, las gaitas venezolanas, la salsa newyorkina y muchas cosas más, con obras que calaran en el alma popular de la gente, lo cual también deja ver que el ser considerado el rey sabanero del acordeón, como también lo empezaron a llamar una noche en Sincelejo, se le quedaba corto.

Con esas premisas continuó su largo camino, ya fuera con su agrupación “los Hijos de la niña Luz”, que organizó con varios familiares, entre los que estaban algunos de los hijos que tuvo con Luz Domínguez, su esposa, o como solista consolidando una carrera que lo consagró y llevó de gira por gran parte del continente donde le pusieron otros motes, como “El Macho de América”, “El Sabanero Mayor”, “El Sabanero del Acordeón”, “El Rey de la Cumbia” y “El Embajador de la Música Colombiana”, entre otros.

Aquí to’ vivimos bajo ‘e la matica Aquí to’ vivimos bajo ‘e la matica, verano con ella y ella fresquecita, verano con ella y ella fresquecita

Vale decir que entre las obras inolvidables que Lisandro presentó y convirtió en éxito se pueden identificar, en diferentes momentos de su carrera, “Entre rejas”, “Las tapas”, “El guayabo de la ye”, “Miseria humana”, “Baracunata” “La Matica” “La Bella”, “El Macho”, “El hombre feliz”, “La cumbia del amor”, “Cumbia de los locos”, “El Siete”, “Mi carrito” y “El hijo de Tuta” (una adaptación blanqueada de “El jornalero”, una canción del paisa Gildardo Montoya que fue, tal vez, el último éxito de Lisandro a nivel nacional), entre muchas, muchísimas más. Con esto, Meza se consolidó como uno de los chachos de la Feria de Cali (ganando varios “discos de la Feria”), un infaltable en las celebraciones de fin de año y, sobre todo, uno de los grandes juglares de la música en Colombia, un artista admirado y venerado en países como México, Perú, Venezuela, Panamá y Ecuador, y alguien siempre bailado, gozado y cantado (y bebido) en su tierra colombiana o en la diáspora en cualquier otro lugar.

Es que fue, sin duda, uno de los más tesos de la música en Colombia y un cantor insigne que rebozaba colombianidad; aquel que se dio el lujo de tener a Joe Arroyo como corista en varios temas de los años setenta; uno de los magos que internacionalizaron la cultura de su país, un ídolo popular que creó obras que se encuentran en la memoria colectiva de todos, uno de los consentidos de varios de los “mágicos” que emergieron de un momento a otro y uno de esos privilegiados que por casi 60 años estuvo siempre al pie del cañón, grabando, tocando y pegando en muchos de los lugares por los que pasó. Era, además, admirado por salseros y vallenateros; respetado por sus colegas y visto como uno de los grandes maestros a quien por eso le hicieron, en compañía de Rubén Darío Salcedo y Calixto Ochoa, una estatua en la plaza Majagual de Sincelejo.

Vale decir que, con este texto, quise contar un pedacito de la historia de Anibal Velásquez, Antonio “Toño” Fuentes, Calixto Ochoa, Alfredo Gutiérrez, Julio Ernesto Estrada, “Fruko”, y, sobre todo, Lisandro Meza, quien, como ya pasó con Toño y Calixto, murió el 23 de diciembre de 2023, finalizando la noche.

Y es que, ante la muerte del gran artista, vale la pena recordar la música, las historias y el legado de figuras que, como él, seguirán presentes para quienes —conscientemente o no— formamos parte de esa —compleja, heterogénea, violenta, contradictoria, polarizada…— comunidad imaginada que se llama Colombia. Por eso, digo yo, siempre valdrá la pena reconocer a quienes hacen parte de la memoria e identidad colectiva de un país que, así a veces solo se vea en sus diferencias y contradicciones, no deja de ser una realidad concreta, con sus tristezas y alegrías, sus frustraciones e ilusiones y, sobre todo, sus juglares que ayudan a que la vida, nuestra vida, la que tantas veces es tan dura o incierta, sea, de todas formas, y a pesar de todo, un motivo de felicidad o, al menos, un aliciente para caminar y salir adelante, eso sí, sin perder el swing y la sabrosura, algo que Lisandro y los demás maestros tuvieron siempre claro.

* Petrit Baquero es historiador y politólogo, músico y melómano. Autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012), Manual de Derechos Humanos y Paz (Cinep/PPP, 2014) y La nueva Guerra Verde (Planeta, 2017).