Por Juan Rincón Vanegas
@juanrinconv
Su peregrinar en busca de un mejor bienestar lo hizo aterrizar en aquel pueblo del Cesar habitado por pescadores. Nadie conocía su procedencia y menos su oficio. Sin dar tantas vueltas habló con el Presidente de la Cooperativa de Pescadores, Atanagildo Arcia y con su habilidad de mago bonachón consiguió que lo armaran de canoa, canalete, mechón, cuchillo y atarraya, uniéndose a las cuadrillas que todas las tardes salían a pescar por la ciénaga de Zapatosa o el río Magdalena.
Se llamaba Andrés Vargas, tenía 35 años, y era una persona letrada, pero su lugar de nacimiento no se conocía. “Es cachaco”, comentó un avispado pescador. “Óiganle la forma de hablar”.
En el pueblo donde no se guardan secretos, se levantaron las más insospechadas versiones sobre el nuevo habitante, pero se fueron diluyendo con el correr de los días y Vargas se ganó la confianza con su amistad, integrándose a la comunidad donde muchos años después gozaría del más grande aprecio colectivo.
En el pueblo, de pocas casas la vida transcurría en medio del calor sofocante y la acostumbrada pobreza de sus habitantes. Solamente sobresalía por encima de los techos de palma, la torre de la iglesia donde todos los 16 de Julio acudían los feligreses a pedirle con devoción sus favores a la Virgen del Carmen.
Además de la brisa por las cortas calles se escuchaban desde el puerto las corrientes melódicas de los cantos vallenatos, donde los pescadores ahogaban sus cansancios con tragos de cerveza y ron.
Andrés Vargas, era el más asiduo visitante de las casetas y solía decir que los días sin ron no eran buenos. Aseveraba que el secreto de un buen pescador era mantener el aroma del ron que embriagaba y atraía a los peces. Su creencia se confirmaba todos los amaneceres de Dios, cuando llegaba a la orilla del puerto con la canoa repleta de pescados. La gente recién despertada con el sabor del tinto en los labios, esperaba a Vargas porque decían que cogía los peces más grandes y sabrosos.
Él no tuvo hijos, pero si más de 40 ahijados, cuyos nombres completos y cumpleaños se sabía de memoria, con tanta precisión que sus olvidadizos compadres le consultaban la fecha exacta del nacimiento de sus hijos.
En la fiesta del bautizo de uno de sus ahijados, amenizado por el conjunto vallenato de Guillermo Morales, llamado jocosamente ‘Los hazañosos del ritmo’, Vargas se sorprendió cuando ya entrada la madrugada el cajero hizo una demostración con su instrumento, al que le quitó el cuero de chivo y lo reemplazó por un pañuelo blanco, logrando así una mejor percusión. Atónito, Vargas dijo en voz baja. “Este cajero debe tener pacto con el mismito diablo”.
Al otro día le comentó el suceso a su compadre Pedro Nel Reales, quien sin inmutarse le replicó. “Aquí se ve gente volando de madrugada y los espíritus persiguen a las muchachas, como a la hija de Hipólita Amaris, quien entrada la noche fue arrastrada por un aparato y sino la agarran por las trenzas quién sabe que hubiera sido de ella”. Andrés Vargas se persignó y dijo. “Ave María, estoy metido en un lugar lleno de hechos difíciles de creer”.
Fiesta en contra de los espantos
Vargas parecía un poco atemorizado por eso de los espíritus y pensó que la única forma de apartarlos, sería con una fiesta y empezó a insinuárselo a varios de sus compadres.
“¿Y para qué más fiesta, si ya tenemos la de la patrona, la Virgen del Carmen?”, le replicaron. Vargas, como iluminado, respondió: “Sí, pero somos pescadores y no tenemos una fiesta netamente nuestra”.
Luego de varios días de cálculos e ideas, se reunió con sus compadres y allegados en la caseta ‘El trasmallo’. Enseguida les propuso realizar la fiesta de la atarraya. Al principio no despertó mucha inquietud, pero al calor de los tragos se fueron poniendo de acuerdo y lo nombraron presidente de la fiesta.
Vargas se dedicó a la organización del Festival de la Atarraya que se realizó con júbilo varios meses después asistiendo los mejores atarrayeros, compositores y músicos de la región. En la ciénaga, bajo un sol espléndido algunos demostraron sus habilidades en el arte de la pesca y el braceo.
En la improvisada tarima los acordeoneros y cantores hicieron gala de su maestría. Ese día, recuerda la gente al legendario acordeonero Fermín Peña, quien tocó y cantó su obra maestra, ‘El tigre cabeza negra’.
La fiesta se cerró con el concurso de comelones de pescado, en el que muchos participaron sin pretensiones de ganar, sino para saborear esa deliciosa comida con yuca y suero atolla buey. La idea era matar el hambre vieja de sus estómagos.
Después Vargas siguió en sus labores de veterano pescador, aunque sus fuerzas mermaban por el trasnocho y el ron. Una madrugada, cuando lo esperaban en el puerto como de costumbre, los pescadores lo traían porque en un lance perdió pie, resbaló y se golpeó fuerte con la punta de su canoa.
El pueblo se alborotó y se arremolinó en la orilla de la ciénaga. Por las calles los muchachos regaban la noticia: “¡Se jodió Vargas, se jodió!”. En ese caso de golpes y dolencias acudieron a ‘La chula’, la curandera más famosa de la región. Al llegar y luego de verlo expresó que por su edad el golpe se complicaba, mandándole únicamente reposo y poniéndolo a tomar hierbas curativas.
Final de su oficio de pescador
Agravado por diversos dolores en su cuerpo y por su avanzada edad terminó su oficio de pescador, iniciada aquel día en que le puso fin a su peregrinar en ese pueblo. Sin perder mucho tiempo siguió ganándose la vida tejiendo atarrayas, trasmallos y sirviendo de consejero espiritual de las comadres que lo visitaban admirándose de su ingenio. De esta manera se propagó su fama de adivinador.
Los jóvenes enamorados, casi todos ahijados suyos, lo frecuentaban para que les escribiera cartas de amor a las que imprimía una dulzura que conmovía a los más duros corazones.
En las tardes se iba para el ‘Puerto atrás’ a encontrarse con su propia soledad y poder añorar sus faenas de pescador. Fijaba la vista al infinito de la ciénaga y la vegetación. Se esforzaba por recordar su niñez y su juventud de andariego, pero la memoria no lo ayudaba. A veces creía que había nacido y nunca había salido de ese querido pueblo que lo acogió con cariño. Pasaba las horas viendo correr las aguas, alejarse las canoas, a las garzas morenas pescar arencas en la orilla y ver el sol cuando se ocultaba después de cumplir la tarea diaria.
Cuando regresaba caminaba cansado y ni siquiera volteaba la vista para las casetas donde fueron célebres sus borracheras interminables. Ya no le apetecía el amargo trago de ron en la garganta, sino que se la pasaba mascando panela y fumando tabaco.
Las comadres que nunca lo abandonaron, se pusieron de acuerdo para que no le faltara la comida y se turnaban diariamente. Por las noches, un ahijado lo acompañaba y cada uno vivía con el temor de que su padrino muriera la noche en que lo estuviera cuidando. Fue a Erizael ‘Pupi’ Toloza, hijo de su comadre Natividad Segovia, a quien le correspondió correr en la madrugada a despertar a la gente avisando que su padrino se estaba muriendo. Cuando llegaron lo encontraron sin vida acostado en su vieja hamaca. Tenía 80 años.
El cantar de los gallos se ahogó con el llanto de las mujeres. Los pescadores que regresaban de sus faenas, uno a uno recibieron la triste noticia amarrando sus canoas y colgando sus atarrayas. Las casetas amanecieron mudas. Doblaron las campanas y el dolor se tomó al pueblo.
Lo enterraron en el pequeño cementerio, arriba del pueblo lejos de las inundaciones. Ese día no se habló más sino de sus cualidades y de la huella profunda que dejó dentro de los pobladores. Además se recordaba su poema donde una gaviota surcaba el cielo con su imponente vuelo, y nunca se veía aterrizar en el paraíso del corazón.
Como mandan las reglas de la Santa Madre Iglesia, a Vargas se le rezaba noche tras noche. La señora Enelda Méndez, extendía sus rezos más allá de las pepas de su vieja camándula. Sus compadres, comadres, ahijados y amigos decían que las nueve noches de Vargas tenían que ser algo especial, porque bien merecido lo tenía.
Peculiar colecta
Hicieron las primeras colectas, pero les parecieron escasos los fondos económicos. Buscando otra alternativa se reunieron, surgiendo la idea de promover un baile Pro Novenario de Vargas.
Un día antes, por las calles del pueblo Humberto Reales, uno de sus ahijados con megáfono en mano pregonaba. “Todos, todos esta noche a divertirse en la caseta ‘El Carmen’ con el picot ‘El Cumbiambero’, Pro Novenario de Vargas”. Los bailadores no se hicieron esperar para divertirse hasta la madrugada con los éxitos del momento y de paso colaborar con la noble causa.
En el concurrido novenario de Vargas, no se alcanzó a gastar todo el dinero recolectado, pero entre lágrimas se hizo el levantamiento de su tumba y su nombre quedó sembrado perenemente en el alma de todos.
Cada año se realiza en Sempegua la fiesta de los pescadores y se cuenta la historia de Andrés Vargas, ese famoso cachaco, quien en busca de un mejor bienestar aterrizó en aquel pueblo donde el ingenio popular provocó un episodio macondiano.